domingo, 27 de febrero de 2011

Festival Internacional de Coros Infantiles


Este fin de semana los han traído a un festival en una ciudad de nombre impronunciable, en algún sitio al oeste de Budapest. O al este. O da igual. Aprovechando la relativa cercanía de la frontera austrohúngara, han venido en autobús, y así Licht ha tenido tiempo durante las cuatro horas de viaje de enterarse de que los húngaros son gente muy rara: no hay manera de entender un solo lexema de su infernal idioma no-indoeuropeo, se presentan con el apellido primero y el nombre de pila después y se pasaron el último siglo liderando las estadísticas de suicidio del continente. Este dato en particular le ha parecido que hacía juego con su estado de ánimo.
-Esmeraos con el inglés para el festival –les dijo el viernes el profesor de inglés, por décima vez.

A Licht no le impresionó, porque habla inglés desde los tres años y porque esa misma mañana el profesor de francés ya había dicho:

-Esmeraos con el francés de cara al festival.

Pero Licht también habla francés desde los tres años.

Está de muy mal humor. Sus compañeros de clase comenzaron hace rato a guardar las videoconsolas para blandir en su lugar una amplia variedad de cámaras fotográficas y ahora se pierden en medio de una nube de clics delante del cartel de dimensiones obscenas que amablemente indica: “Festival Internacional de Coros Infantiles”, en inglés, francés y, gracias a Dios, en una tercera lengua que Licht no habla y que lógicamente debe de ser húngaro. Mientras los niños cantores fotografían el cartel, los pilares neoclásicos y el artesonado del teatro, la gente los mira y les hace fotos a ellos. Los Niños Cantores de Viena son el mejor coro infantil del mundo y una atracción turística por derecho propio.

Alguien pide: poneos en grupo que os haga una foto.

En inglés, naturalmente.

Los angelicales Niños Cantores se disponen a obedecer, cesando en sus reportajes gráficos y sonriendo tan abiertamente que es difícil creer que no son felices. Licht procura retirarse discretamente a un rincón del vestíbulo, pero es interceptado: el turista angloparlante lo toma del brazo entre exclamaciones de You too! Licht, que no puede creerse que un perfecto desconocido lo trate con esa familiaridad, lo mira con ojos como dagas y murmura una cortés negativa. En alemán.

Da igual cuánto tiempo pase en el mundo real, es incapaz de acostumbrarse a la grosería, a las formas bruscas. Da igual haber asistido a decenas de Festivales Internacionales de Coros Infantiles, no puede soportar la sonrisa arrobada de la gente que devora con los ojos a los mundialmente célebres chicos vieneses vestidos de marineritos.

Licht está hoy de muy mal humor.

No encontrar a Daniele entre la pequeña multitud que llena el vestíbulo no contribuye a iluminar su día. Acomodan al mejor coro infantil del mundo en un par de filas del patio de butacas.

-¡Relajaos y disfrutad! –aconseja alegremente el director Zimmermann–. Nosotros no cantamos hasta la segunda parte.

Licht dedica sus mejores esfuerzos a tratar de seguir la recomendación. Hay buenos coros, hay armonías audaces, hay espléndidos arreglos. Un director hace aspavientos espectaculares, como si pretendiera tomar la música misma en sus brazos y lanzársela a sus cantores, y los chicos que están sentados junto a Licht se retuercen de risa. Pero él no consigue entrar, ningún acorde lo toma entre sus brazos alados para elevarlo por los aires. A medida que transcurre el programa, además, empieza a ponerse nervioso.

Querido abuelo...

Sabe que nunca escribirá esa carta. Al menos habría estado bien que el abuelo hubiera estado aquí para verle cantar, incluso para saludar a Daniele y a los Allegret...
Pero el director del coro –de su coro– se pone en pie en este momento, para que todos los chicos puedan oírle, y Licht primero se sobresalta y después comprende que ni ese sobresalto ni el dolor ni la nostalgia que ahora se dispersan con un revoloteo, dejando tras de sí la rabia sorda de siempre, van a servirle de excusa. Así que hace lo que tiene que hacer y se levanta de su asiento y ocupa su lugar en la ordenada fila de uniformes de color azul, y procura ignorar el inconfundible tono de paternalismo a la expectativa con que el público, en cualquier teatro de cualquier festival, saluda siempre a los Niños Cantores de Viena.
-Muy bien, muchachos, nuestro turno. Los tiples, acordaos del silencio de tres tiempos en el octavo compás. ¡Tres tiempos! Vamos allá.

Y cantan. Cuando la música ha empezado, ya no puede detenerse: no hay sino seguirla o callar. En su puesto, sumergido en la vibración oscura, metálica, de la cuerda de los altos, Licht vive incluso un breve momento de exaltación: funciona. No funciona gracias a él ni a su voz mediocre, pero funciona. Al fin y al cabo, son el mejor coro infantil del mundo.

Aplausos.

Ya está, se repite a sí mismo para tranquilizarse. Ya pasó. De vuelta a su butaca, sentado y arropado por sus compañeros, que se felicitan mutuamente, arrebolados de legítimo orgullo –son buenos chicos, no son ellos el problema-, Licht ya no está nervioso. Ahora está triste. Y sigue de muy mal humor.

Niños de una escolanía española. Qué raro debe de ser vivir con sacerdotes católicos, piensa, sin atreverse a explorar más allá las oscuras implicaciones de ese exotismo. Un coro sólo de chicas, de Bulgaria. Esto es interesante, esas líneas melódicas sin vibrato, esos contrapuntos. ¡Oh!, el colegio de Daniele. Sí que han venido, después de todo.

El coro de Daniele no es malo, pero lo que le da su brillo son los solistas. Daniele es el más pequeño de los dos, y el más guapo. Su control del volumen es asombroso en un crío tan joven. Su solo es un Agnus Dei de composición reciente, y Licht, que por principio detesta la música contemporánea, se ve transportado por la transparencia del timbre del niño, hasta encontrarse repitiendo en silencio la súplica: qui tollis peccata mundi, dona nobis pacem... pacem... En realidad a Dios le da lo mismo si crees en Él o no. Una plegaria así tiene que recibirla, ¿verdad? Tienes que admitirla, porque a quién más podemos dirigirnos: danos la paz...

Terminan con un dúo de los dos solistas. Es embriagador: el público los adora. De repente, mientras lo mira sonreír e inclinarse en una reverencia, Licht siente muchas ganas de abrazarlo: un bálsamo para la tensión de este día. Es como si Daniele procediera de su vida anterior, la de antes del internado y el abuelo y los Niños de Viena, la de antes de la orfandad. Llega de esa otra vida trayéndole consuelo, aunque él mismo no lo sabe.

Una actuación más, y hasta mañana. En cuanto acabe, intentará reunirse con Daniele enseguida. Son húngaros, de hecho: el único coro húngaro que ha cantado hoy en este festival de Hungría. Licht espera escuchar algo de los ritmos de la música tradicional magiar, pero lo que cantan es un aria de ópera barroca. Arreglada para coro, suena sorprendentemente bien. La sección central del aria es un tempo moderato cantado por un solista.

El teatro contiene la respiración. Los Niños Cantores de Viena apagan la PSP y vuelven a prestar atención al escenario. El solista húngaro tiene la voz más bella que ha sonado en el teatro en todo el día. Es un soprano purísimo, y sin embargo, a diferencia de las voces de los solistas vieneses, es inconfundiblemente la voz de un muchacho. No suena como una mujer en miniatura, no suena como un contratenor, ni siquiera suena como un ángel. Suena como lo que es, un muchachito, con el pelo castaño y los ojos cerrados en la música. Canta las palabras del libreto de Haendel. Los agudos son impecables; las notas graves conmueven el corazón. Y canta:
Se l'inganno è il mio solo alimento,
come viver io posso nel vero?

Y vuelve a perderse en el coro, como una gota de agua en el agua. Pero cuando la gente rompe a aplaudir, sólo le aplauden a él. Los organizadores del festival se despiden, emplazan al público y a los jóvenes participantes para el día siguiente. Apenas se les oye entre los aplausos. Los chicos húngaros bajan las escaleras del escenario a saltos, abrazándose entre sí, dejándose abrazar por su director, radiantes.

En el vestíbulo, Daniele le ve a él primero y corre a su lado.

-Licht! Ça va? C’est super de te trouver ici!

Daniele siempre besa a todo el mundo en la mejilla. A la gente que le acaban de presentar les da dos besos; a la gente en la que confía, sólo uno. Licht recibe el único beso de su primo y sonríe. Aspirando el olor de su pelo, se siente mucho mejor.

-Et ton grand-père, est-il bien? Viens, mon papa et ma maman sont là dans le hall...

Lo último que necesita Licht es ir a ver a los padres de Daniele, precisamente hoy, precisamente ahora. Cloe Allegret es encantadora, una verdadera dama. El señor Allegret es un caballero alto, prematuramente cano, de imponente aspecto. Son ricos, son afables, hablan sin levantar la voz, siempre lo han tratado como a una persona en lugar de como a un niño. Pero Licht busca con desesperación una manera de evitar el encuentro sin faltar a la cortesía. Y la manera aparece, un golpe de suerte en este día aciago. Tiene, como ya vio desde el patio de butacas, cabellos castaños; pecas en la nariz, ojos tan limpios como su voz. Sonríe luminosamente.

-Hola –dice, dirigiéndose a Daniele–. Has cantado muy bien, quería decírtelo –habla un inglés un poco vacilante, con fuerte acento, pero perfectamente eficaz; la voz es exquisita, con tonos más graves de lo que se pensaría al oírle cantar, como arena que se arrastra por el fondo del cristal–. Hola –añade, volviéndose a Licht-. Enhorabuena a vosotros también, siempre es un honor compartir escenario con los Wiener Sängerknaben –lo dice así, en alemán.

-Muchísimas gracias –dice Licht automáticamente, en lo que es una pura reacción pauloviana.

-Creo que nunca había oído a tu coro –continúa el chico, dirigiéndose a Daniele de nuevo–. ¿Tenéis discos grabados o algo?

Licht parpadea como si pudiera con ello apartar la perplejidad. Este niño húngaro podría ser una estrella. Debería estar portándose como una estrella. ¿De dónde sale? ¿De dónde saca ese aplomo que le permite decirle hola a cualquier desconocido que le interese y entablar una conversación? Licht tiene la vaga sensación de que debería juzgarle vulgar y descortés, que, al fin y al cabo, es como juzga a casi todo el mundo. Pero este chico no es vulgar. Tampoco tiene nada de brusco ni de desagradable. Simplemente, no le parece que tenga que disculparse por estar en el mundo. Licht se sorprende envidiando la naturalidad con la que este joven soprano –es mayor que Daniele, debe de tener un par de años menos que el propio Licht– puede acercarse a las cosas, desplegar su encanto y...

Y Étienne Allegret le pone una mano en el hombro.

-Qué alegría verte, Licht –oye su voz, que después de todas estas voces blancas parece fuera de lugar, y se ruboriza.

-Buenos días, señor Allegret –articula, maldiciéndose.

-Licht, cariño –qué diferente es una voz de mujer de una voz de hombre. Cloe lo abraza. Licht refugia en sus brazos, por un momento, el cansancio del día, su perplejidad, su confusión.

-Yo también me alegro mucho de veros –dice, y ya no sabe si es verdad o no. Cloe le sonríe – le recuerda tanto a su madre. Étienne, que gracias a los dioses le ha soltado el hombro, le estrecha la mano, porque los hombres no se abrazan. Licht procura no mirarlo de frente. Pero la mano es grande y fuerte, su apretón es firme, y no hay nada que hacer, ha perdido la poca serenidad que tenía.

El chico húngaro saluda a los padres de Daniele con la misma timidez con la que se acercó al propio Daniele. Es como si adultos y niños fueran lo mismo para él, ni más ni menos que sus iguales. Se presenta (“Király Miklós, del conservatorio de Szent Cecília, encantado”), y Licht se da cuenta de que hasta ahora no había dicho su nombre. Los Allegret le cubren de elogios por su solo. Él recibe los cumplidos, los agradece gentilmente. Es encantador; se ve que Cloe lo considera así por la manera en que lo mira. Licht siente celos y sobre todo, otra vez, envidia: porque está viendo una manera de tratar con la gente mucho más sencilla que la que le han enseñado a él, menos austera, menos opresiva; porque este chico canta fabulosamente bien, y él no, y puede ser cortés y respetuoso sin rigideces, y él no, y sonríe porque está feliz, y él no, y puede mirar a Étienne Allegret a los ojos, y él no... Diez minutos después la envidia ha aumentado al comprobar que el muchachito en cuestión, que en efecto es más joven que él –aunque solo un año– y en principio más desafortunado que él -“vivo en Szent Cecília porque no tengo padres”, ha dicho con toda sencillez-, sabe mucho más de música que él (“bueno, no era de una ópera, en realidad solo era un oratorio, pero claro, como la ópera estaba prohibida en Roma en ese momento los oratorios se montaban a lo grande… No, el libreto no es de Haendel, es del Cardenal Pamphilj, cuando Haendel compuso esto tenía poco más de veinte años, veintidós, me parece, y acababa de llegar a Italia, no creo que supiera tanto italiano…”) y, lo peor de todo, definitivamente parece mucho, mucho, muchísimo más feliz que él.

Al cabo de estos diez minutos de entusiasta conversación sobre Haendel, en la que el único que no ha dicho nada es Licht, el joven Miklós levanta la cabeza como un corzo al identificar, de entre las voces que se mezclan en el vestíbulo, una orden dirigida a él en la ininteligible lengua que le es propia. “Os veo mañana, ¿verdad?”, dice, dirigiéndose a todos en general, a los adultos ricos y hermosos, que deberían intimidarle y que no le intimidan, y a Licht, con quien no ha cambiado más palabras que su cumplido acerca del coro vienés, y a Daniele, que responde a su sonrisa con otra sonrisa radiante y agita la mano alegremente, como el niño adorable que es, y Miklós se despide con el mismo gesto y desaparece.

-Hasta mañana –dice Licht (aunque sabe que ya no va a ser oído). Ahora tendrá que pedir permiso al profesor Zimmermann para pasar el resto del día con los Allegret, aunque de hecho preferiría pedir permiso para que fuera Daniele quien viniera a pasar el resto del día con él; pero noblesse oblige, como dice siempre el abuelo, así que comerá con Étienne y con Cloe y hablará con ellos y no sólo con su hijo, será cortés (lo es siempre) y hará lo que esperan de él (lo hace siempre), y no se permitirá a sí mismo perderse en el desaliento y en la autocompasión que siempre trae consigo la presencia de tía Cloe, tan dulce y tan amarga –tiene la misma tez clara que tenía mamá, el mismo timbre de voz–, ni dejarse llevar por la inquietud que le producen los ojos de Étienne, que a veces son azules y a veces son grises, como el color del mar. Pasará el día con ellos y estará bien. Y mañana, al cierre de este espantoso Festival Internacional de Coros Infantiles, tal vez pueda volver a oír cantar a la pequeña estrella del conservatorio de Szent Cecília y hasta pedirle su dirección de correo electrónico.

-Viens déjeuner avec nous! –dice Daniele, que le ha tomado del brazo y le dedica, ahora solo a él, esa sonrisa que dice que todavía no ha conocido nada más que amor. Y Licht, dándose permiso para volver a ser un niño (un niño como Miklós Király; un niño como en aquellos largos veranos en Capri, solo Cloe y Clara y sus hijos, solo niños y mujeres, solo ternura, nada de tensión), dice–: Bien sûr.